Cursaba el segundo año de la escuela secundaria y hacía pocos años que se había producido el golpe de estado de 1976. Las escuelas, de algún modo impusieron un estricto régimen disciplinario producto del fascismo paranoico que, la dictadura militar imprimió a todas las instituciones. Pues, creía ver en un muchacho de pelo largo y barbudo un potencial terrorista o subversivo.

Eran tiempos difíciles para todo el mundo y, en todas partes se imponía el “orden” por la vía de la amenaza y el castigo. En las escuelas, las amonestaciones cumplían funcionalmente para el modelo autoritario y era un perfecto instrumento de docilización social y colectiva aplicado a los jóvenes. De modo que, asumir una actitud obediente era el camino más seguro para culminar el año lectivo sin sobresaltos. Ese disciplinamiento comenzaba con los rituales ceremoniales propios de toda institución educativa y culminaba - invariablemente - en el aula. De manera que, cada profesor aplicaba - con diversas variaciones- ese esquema autoritario. Seguramente pesaba sobre ellos el miedo a ser cesanteados y quedar sin trabajo. Si alguna autoridad detectaba “actitudes “permisivas e indulgentes para con los alumnos, el profesor era objeto de reproches y fuertes presiones. Evidentemente fue otra variante del terrorismo de estado que de un modo extorsivo se ejerció sobre los profesionales de la educación.

La nuestra era una familia numerosa y nuestra madre para vestirnos realizaba verdaderas proezas económicas. Una de ellas consistía precisamente en comprar masivamente lo que necesitábamos. Los zapatos era uno de los componentes de nuestra vestimenta que, nuestra madre no se detenía en la calidad a la hora de comprar. Compraba siete pares sin miramientos de calidad y color. Sus ingresos como docente no le permitían otra opción. En una de esas compras masivas de zapatos, a mi hermana mayor y a mí nos tocó un par de zapatos del mismo número pero de distinto color.

Los preparativos para asistir a la escuela constituían toda una travesía, porque nos disputábamos con mis hermanas el uso del baño y como era el único varón entre cuatro hermanas siempre quedaba como último usuario del mismo. Así que, siempre llegaba tarde a la escuela y me veía obligado a realizar largas y humillantes deliberaciones con el preceptor para que no me aplicara la tan odiosa “tardanza”. Si uno sumaba un número determinado de ellas, accedía a la condición de alumno libre y debía rendir todas las materias más allá de mi desempeño. Personalmente ya había sufrido la penosa experiencia de rendir un gran número de materias el año anterior. De modo que llegar a tiempo a la escuela constituía un vertiginoso proceso que, combinaba velocidad y precisión para, vestirse, comer y partir raudamente. Con el paso del tiempo, esto ya se había convertido en una rutina y personalmente cumplía los diversos pasos de un modo mecánico, cual si fuera un reflejo condicionado. Uno de esos pasos consistía, por supuesto, en calzarme.

Ese día la habitación estaba en penumbras por que las ventanas estaban cerradas, al buscar los zapatos los encontré y me los puse si el chequeo previo. El tiempo me apuraba, pues tenía escasos minutos para asistir puntualmente a la escuela. Sin embargo llegué a tiempo y justo cundo ya se estaba realizando la formación para él arrío de la bandera. Todos los alumnos se reunían en el patio con sus respectivos cursos. Me incorporé al grupo mío sin dificultad.

En casi todos estos rituales, el silencio le otorga un matiz de solemnidad al mismo y generalmente está acompañado por gestos de sumisión y respeto por parte de quienes participan del mismo. Generalmente bajamos la cabeza como muestra de respeto. Cuando yo lo hice, casi me desmayo!!. Quede petrificado al observar que los zapatos que llevaba puestos no eran del mismo color!!. Que vergüenza!. Comencé a transpirar y a maldecirme. ¿Cómo pude ser tan estúpido?. Para mi consuelo pude comprobar que, mis compañeros tampoco lo habían detectado y, ése hecho me dio tiempo para pedirle a Dios y a cuanto santo se me cruzara por mi memoria para que nadie se diera cuenta.

La canción patria que cantábamos todos en mi caso estaba mezclada con padres nuestros y aves marías. Con qué frenesí y devoción religiosa rezaba y cantaba! . Un imperturbable fervor patriótico se había apoderado de mí.

Si hay algo que no puede ocultar una persona que está de pie, son precisamente sus pies. ¿Cómo hacerlo con disimulo y no llamar la atención al mismo tiempo?. Imposible, de modo que estaba totalmente expuesto al azar. El acto se hizo interminable pero finalmente concluyó y en formación ordenada nos fuimos cada cual a su curso. Fingir ha sido una de las conductas que siempre he detestado; ese día era u maestro en el arte de fingir y parloteaba con mis compañeros como si no pasara nada. Al llegar al curso con mucho disimulo me retrasé porque deseaba llegar al final y como el profesor estaba en la puerta le solicitaría cortésmente que me dejara salir del establecimiento por un momento. Sorprendido el profesor y a través de una mirada escrutadora y sospechando algo me hizo la pregunta fatal. ¿Porqué desea retirarse señor si recién ingresamos?.

Todo había salido tan bien hasta ese momento, cual si Dios y sus Santos hubieran cumplido con la parte del trato que les correspondía. No podía eludir la respuesta que no sea la estricta verdad. Le señalé por medio de un gesto y con gran disimulo al profesor que observara mis zapatos. Al hacerlo, estalló en una carcajada que puso en evidencia ante mis compañeros lo que tanto deseaba ocultar. Me dejó ir y cuando regresé toda la escuela se enteró del caso y fui objeto de una innumerable cantidad de chistes y cargadas. Superé ese momento desagradable. En la actualidad algunos de mis viejos compañeros todavía recuerdan el hecho. Por cierto, no uso zapatos sin cordones, de modo que cada vez que me pongo los zapatos debo necesariamente acordonarlos, de ese modo ahuyento el fantasma de que por un descuido mis zapatos en el momento más inoportuno cambien deliberadamente de color.

por José Pedro Amado